jueves, 17 de diciembre de 2015

Las vacaciones y las novelas. Edición del 15 de diciembre de 2015





La historia que siempre quise escribir

Esta es una historia que siempre he querido escribir.  La conocen muchos que han trabajado conmigo.  Es útil para reflexionar sobre los vicios y las gracias del hábito de leer.

Comenté en la entrega anterior que nací con el gen de la lectura enloquecido.  Según las crónicas de mis padres y hermanos mayores, desde el día que me encontré con el alfabeto me pegué a la página.  En mis más lejanas memorias, me recuerdo leyendo; tengo en blanco mi etapa de analfabetismo infantil.

Lo curioso es que crecí convencido de que era un desobligado que perdía el tiempo en novelerías.  Me regañaban por ocuparme en leer en lugar de hacer la tarea, me apagaban la luz en las noches porque me desvelaba y tenía que levantarme temprano para la escuela.  

Mi madre contaba que en una ocasión, preocupada por el largo tiempo que corría la ducha mientras me bañaba, se decidió a entrar y me encontró bajo la regadera, con el brazo extendido leyendo el libro que tenía en la mano.  En casa de mis padres, por cortesía hacia los demás, leer en la mesa estaba prohibido (sería bueno que esa regla se observara ahora con las los teléfonos que no son tan inteligentes).  Por supuesto que no hacía caso; así que no recuerdo las veces que, con la vista en el libro y el brazo extendido, vacié la cafetera en la azucarera en lugar de en la tasa de café o hice burradas semejantes.

En la Facultad de Derecho de la UNAM, mis remordimientos aumentaron.  Envidiaba a la pléyade de autoridades legales, altamente especializadas.  Profesores, investigadores e, incluso, estudiantes selectos, que despreciaban las lecturas vulgares; entre ellas, las novelas.   

El ocio creativo

Mis padres decidieron que como era estudiante, mi tarea solo era estudiar y me prohibieron trabajar.  Esta prohibición fue reforzada por los sabios consejos que recibí de Monseñor Gregorio Aguilar, entonces profesor de derecho romano en la Facultad de Derecho de la UNAM.  Me dijo que aprovechara mi juventud para prepararme bien, dedicando al estudio dos horas al día.  El resto de mi tiempo lo dedicara al crecimiento de mi mente y de mi espíritu; leer, ir al cine o pasearme en Chapultepec.  Ya llegaría el tiempo en que, siendo un abogado preparado, comenzara a adquirir experiencia en el ejercicio de la profesión, encerrado por décadas entre cuatro paredes, resolviendo  los problemas humanos de mis clientes.  No sabía entonces que me estaba recomendando el ocio creativo, que muchos llaman el ocio griego, uno de cuyos máximos exponentes fue Sócrates. 

Lo sigo observando hasta la fecha.  Por ejemplo, ahora que vienen las vacaciones, a zambullirme en el ocio.

Entre la prohibición de trabajar y seguir los consejos de Monseñor, me bastaban las dos horas de estudio para seguir los cursos día a día y al final, antes del examen, sólo repasaba.  El resto lo dedicaba al ocio creativo.  No podría enumerar todo lo que debo a mis padres, pero esta prohibición y consejos, fueron definitivos para mucho de lo bueno que he logrado en la vida.

El Lechuza's Club

Gracias a las desveladas, Guayo Beltrami, mi compañero de cuarto de estudiante, gran amigo y muy ocurrente, decía que éramos socios distinguidos del 'Lechuzas Club".  La noche anterior a mi examen de filosofía del derecho, en que tenía proyectado repasar algo de lo que me faltaba, no pude comenzar sino hasta las tres de la mañana, porque me enredé con el 'Rojo y negro' de Stendhal.  

Al regreso de mi primer viaje de bodas, platiqué en una reunión que durante el viaje había leído el 'Dr. Zhivago’, que es un ladrillo bastante grueso.  Al salir tuve bronca con Susana, que me prohibió volver a mencionar la anécdota: —¿Que van a pensar de mi?, me dijo.  Le pregunté si tenía quejas y me dijo que ninguna, pero que no era bien visto explicar, en cada ocasión, mis “increíbles desveladas".

Mis pecados eran mayúsculos.  Mis amigos se burlaban con todo: era un niño bonito, un teórico, lo único necesario para ser abogado era la experiencia práctica, etcétera.  Algunos profesores obsesionados por el estudio, comentaban que leer novelas, ir al cine, tener novia, etcétera, eran una pérdida de tiempo.

Los abogados lectores

De repente los mensajes comenzaron a cambiar.  Llegó a mis manos un libro escrito por doce eminentes juristas, cada uno relataba sus ideas acerca de la formación del abogado.  Lamento haberlo perdido y olvidado el nombre; lo he intentado reponer sin éxito.  Uno de los autores, Ministro de la Suprema Corte de los Estados Unidos (Oliver Wendell Holmes o uno de esos), me sorprendió gratamente.  Con el mayor descaro contaba que, en lugar de estudiar derecho, leía novelas.  A sus pasantes, pupilos y allegados, les recomendaba que leyeran las grandes novelas. Su teoría era que los abogados resolvemos problemas humanos.  Los libros de derecho nos enseñan ciertas técnicas de interpretación y aplicación del derecho; pero sólo la convivencia con las grandes novelas nos impregna los valores y el entendimiento que necesitamos para cumplir con nuestra misión: resolver problemas humanos.  Fue un gran hallazgo: me absolvía.

Luego me enteré de otros.  Por ejemplo, Carlos Fuentes cuenta que el profesor Manuel Pedroza, cuando le pedían recomendaciones de lectura especializada en derecho mercantil, recomendaba  la 'Comedia Humana' de Balzac.  Allan Farnsworth, distinguido profesor en Columbia University, escribió un precioso libro de contratos: “Changing your Mind.  The Law or Regretted Decisions”; está lleno de  fuentes legales y citas literarias: tales como ‘La odisea”, “Fausto' , Lutero, Rousseau, Lewis Carroll e, incluso, Shirley MacLaine. 

Legitimadas de esa forma, mis experiencias, previas y posteriores, lo confirman.  Los mejores retratos de como nos ven quienes no son abogados, están en novelas como las de Dickens; en ‘La casa deshabitada ('Bleak House’), aprendí como amargan y destruyen la vida los litigios, en 'Los papeles póstumos del Club Pickwick', como nos comportamos los abogados y los desagradables espectáculos que damos, en 'David Copperfield', el calor de un abogado comprensivo y lo despreciable de uno ambicioso.  

En las grandes desgracias

Inesperadamente murió Susana; perdí un regalo de Dios.  De un día para otro me encontré en medio de un desierto de desolación, tristeza, ira y desconcierto.  Un psiquiatra de quien guardo grata memoria, Juan de Dios Hernández, me dio ayuda impagable.  En la primera visita, con mi costumbre de resolver todo con un libro, le pedí que me recomendara uno bueno para mi situación.  Me recomendó las grandes novelas.  Le contesté que eso había leído toda mi vida.  Su comentario fue que esa era la causa de que, en medio de mi situación, me encontrara bien. 

Entre grandes libros que leí, me sirvió mucho uno escrito por Martin Gray, un judío que perdió su familia en los campos de concentración, sobrevivió, tuvo éxito y amasó millones, se casó y, siendo muy feliz, su mujer y sus hijos murieron en el incendio de un bosque; algunos de ustedes recordaran la campaña "Adopta un Árbol", que Martin Gray creó y financió.   Escribió un libro, autobiográfico, excepcional: ‘En memoria de todos los míos’.

Los guerra de los adolecentes

Pasaron los años, me casé con Laura; como hizo Dios con Job, me dio otro gran regalo.  La felicidad restablecida.  Laura cuidó sus hijos y los míos.  Mis hijos entraron en la adolescencia y, dadas las condiciones, comenzaron las grandes batallas.  Me acordé del Dr. Hernández y regresé con él para que me aconsejara en el manejo de esa problemática.  Le hice la misma pregunta, ¿que puedo leer sobre la educación de adolescentes?  Me dio la misma respuesta: las grandes novelas.  Entraron en la lista 'El guardián en el centeno', ‘El adolescente' de Dostoviesky, 'Jean Christophe' y otros grandes rebeldes.

Y la historia podría seguir.  Pero es hora de hacer algunos comentarios.

Prohibido obligar.  Las grandes novelas

Insisto, leer no es indispensable para una vida valiosa y feliz.  Pero es un hábito nutritivo para los que tenemos el vicio.  Se complementa con el teatro, el cine, la conversación sabrosa y otras vagabundancias semejantes.

Las 'grandes novelas’, es un concepto vago.  Ya lo dije en la entrega anterior, conviene ser selectivo, pero no hay reglas.  La fama y permanencia de las novelas clásicas las recomienda; pero son muchas y hay muchas muy valiosas fuera de las listas de cajón  A veces una buena película sugiere la lectura del libro en que se basó.  El estado de ánimo, la edad y muchas otras circunstancias, influyen.  Novelas he leído que no me gustaron, o no entendí, la primera vez, pero que me entusiasmaron en sucesivas lecturas; y viceversa.

La lentitud y la relectura

Desconfío de las novelas, y películas, que constituyen una sucesión de sucesos culminantes.  Como la vida, son buenas las que tienen períodos agitados y periodos de calma; incluso aburridos.  Las que tienen personajes redondos.  Son como las grandes sinfonías, tienen allegros, lentos, andantes, adagios y, sobre todo, transiciones.

Una buena novela merece ser releída varias veces.  André Maurois, creo, comentaba haber leído ‘Rojo y negro’, mas de sesenta veces.  El autor de cualquier obra que valga la pena se tomó años en escribirla; no se vale que nosotros la despachemos en unas cuantas horas.  Al iniciar la primera lectura, desconocemos el lugar, los personajes y la trama; se nos pasan desapercibidos muchos detalles.  En las subsecuentes lecturas estamos familiarizados con los personajes, pescamos los detalles y los disfrutamos.  

Mantilla Molina invitó un día a Julio Derbez a ver ‘Hamlet'; Julio le contestó, humorísticamente por supuesto: —Ya se como termina.

El lector aprovechado se sacrifica y apaga las pantallitas por periodos de una hora o más; de otra forma no se puede.  Por ejemplo, el lector electrónico Kindle informa que leer “Los hermanos Karamazov’ toma aproximadamente 20 horas; Pickwick, alrededor de 17 horas.  Vale la pena.

Las vacaciones y la lectura 28 de julio (Editada 15 de diciembre de 2015) http://bit.ly/1mbcwvy


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