viernes, 6 de diciembre de 2019

La locura de la lectura. 7. El criterio.




7.  El criterio

1.  Si me preguntaran cuál es la obra de derecho que siempre me ha acompañado, contestaría que es El criterio de Jaime Balmes*.  No es el libro que más veces he leído; es el que siempre me ha acompañado.  Mi respuesta sonaría a broma o puntada, ya que El criterio no es un libro de derecho, pero se justifica con la siguiente cita, tomada del Juicio sobre El Criterio" (introducción), escrito por P. Juan  Bta. Gomis O.F.M. (El criterio, Aguilar, Colección Crisol).

Érase un señor experto en los azares de la vida y ducho en las intrigas sociales, quien me dijo: "Había en la ciudad donde resido un hombre sin carrera alguna, que alcanzó gran reputación de consejero.  Su palabra era certera: siempre daba en el blanco.  Desde luego, los desvalidos y pobres confiaban más en él que en los letrados.  No se arrepentían.  Pleito que daba por ganado, ganado quedaba.  Hubo pleito que lo perdió en primera instancia, pero lo ganó en la segunda.  Era famoso.  Sus consejos eran siempre de peso, juiciosos merecedores de triunfo.

Me intrigaba mucho pensar cómo este hombre había conseguido tan maduro juicio, siendo así que no tenía estudios ni había frecuentado el trato de personas doctas y letradas.  Un buen día decidíme y fui a verle.  Quería saber cómo, por qué medios, había llegado a tamaña madurez de juicio y de sentido común.  Mi asombro no fue pequeño cuando, levantándose, sonriente, acercóse a una mesilla rinconera, tendió la mano y levantó el brazo, diciendo:  "Este es mi libro y mi librería; no tengo ni leo otro.  En él confío, en el bebo y me sacio.  Me lo sé de memoria".  En su mano, como bandera, ostentaba El Criterio, que parecía una estrella.

2.  A todos interesa el pensar bien, dice Balmes.  El arte de pensar bien interesa igualmente a los filósofos y a las gentes más sencillas.  

El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz.

3.  Es el mejor libro de derecho porque sus enseñanzas nos educan a observar una vida jurídicamente ordenada.  Y lo que digo de El criterio como obra de derecho, valdría para cualquier otra profesión, arte u oficio; médico, ingeniero, contador, comerciante; la que sea.

4.  Nuestra vida y felicidad dependen en gran medida de nuestra voluntad; nos conviene tener buen criterio y sentido común.  También el azar o la fortuna intervienen de manera importante: todos tenemos nuestra propia circunstancia y de ella no podemos evadirnos.  También necesitamos del buen criterio y sentido común para enfrentar las adversidades que inevitablemente nos alcanzan.

5.  Salvo en las sociedades tiránicas, vivimos en libertad.  Para preservar esa libertad tan nuestra, ofrezco una cartilla del ciudadano, que puede ser una vacuna valiosa para protegerse de los poderosos, autoritarios, reglamentarios, fanáticos y demás seres de esa fauna que pretende imponer reglas y conductas.  La cartilla es la siguiente:

El derecho de libertad es la facultad de hacer o de omitir aquellos actos que no están ordenados ni prohibidos.  En efecto, es lícita: a) la ejecución de los actos ordenados; b) la omisión de los prohibidos; c) la ejecución y la omisión de los que no están ordenados ni prohibidos.  Es ilícita: la omisión de los actos ordenados; b) la ejecución de los prohibidos (Eduardo García Maynez, Introducción al estudio del derecho, Porrúa, México).

8.  Vivimos como se nos pega la gana.  Salvo excepciones expresas, que deben estar estrictamente definidas en la ley, puedo hacer lo que quiera.  También limitan mi libertad las obligaciones que adquiero voluntariamente; como cuando celebro contratos que me obligan a dar, hacer o no hacer algo.

9.  Somos libres de meternos en problemas; nuestra voluntad rige prácticamente toda nuestra vida.  Ejercemos nuestra libertad, y asumimos sus consecuencias, cuando decidimos dedicarnos a determinada profesión o actividad, casarnos o no casarnos, tener hijos, vivir en cierto lugar, celebrar un contrato, bañarnos en agua fría o en agua hirviente, ser veganos, comer tacos, inflar globos al amanecer, hacer gimnasias exóticas en un parque público, hacer muecas a los que nos caen gordos o cualquier otra cosa que se nos ocurra. 

10.  También cuando por nuestra voluntad cometemos actos ilícitos, tales como robar, lesionar, defraudar, mentarle la madre al vecino, hacer doble fila para dar vuelta a la izquierda.  Las violaciones a la ley, a nuestros deberes y obligaciones, se definen como conductas ilícitas. Son conductas antisociales que frustran la convivencia. 

11.  Por lo general las conductas ilícitas no se pueden impedir.  Un policía no me puede detener y revisar porque sospecha que en mi bolso tengo un arma para matar al próximo chofer que me eche lámina**.  Pero quién incurre en la conducta ilícita (mata al chofer que le echó lámina), incurre en el riesgo de ser sancionado.  Todo acto ilícito tiene una sanción legal.  

12.  Además de las sanciones legales, las conductas antisociales sufren sanciones sociales.  No son elegantes ni apreciadas.  Son desagradables, exhiben y devalúan a sus autores.  Son objeto de mofa y desprecio.  Salvo personas con ausencia absoluta de valores morales, si sus autores pudieran verse objetivamente, como en un video o en un espejo, así sean ricos, poderosos y envidiados, en lugar de ufanarse, se tendrían lástima y se avergonzarían.

13.  Otra consideración importante es que el cumplimiento de las normas legales, las morales y las del trato social, es el mejor medio combatir la corrupción, el crimen y la violencia.  El gobierno y la sociedad deberían dar prioridad a la educación cívica.  Cada uno de nosotros contribuye a la seguridad y al bien común cuando se dedica a cultivar su propio jardín.

14.  Todo esto implica cuestiones complicadas, que ya aparecerán en el futuro.   Por lo pronto basta para subrayar la importancia de que el sentido común se ponga al volante de nuestra conducta. 

15.  Sentado lo anterior, lo mejor que puedo decir sobre Balmes es que su filosofía es la del sentido común. Es sencilla y práctica.  Como el mismo autor dice: el arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos, de una manera sencilla, práctica: al lado de la regla, el ejemplo

16.  No se puede resumir El criterio.  Se ocupa de los modos de conocer la verdad, del pensar bien, de la atención, de la elección de carrera, de la posibilidad e imposibilidad de las cosas, de la importancia del sentido común, del conocimiento de las cosas adquirido mediatamente por los sentidos, de la autoridad humana, los periódicos, las relaciones de viajes, los libros de historia, la naturaleza, la buena percepción, el juicio, el raciocinio, la meditación, la enseñanza, la invención, el entendimiento, el corazón y la imaginación, la religión.  Termina con un estupendo capítulo sobre el entendimiento práctico.

17.  Todos tenemos alguna fe, incluso los ateos.  Una característica de toda fe es que el creyente no puede demostrar que es verdadera; por eso el ateísmo es también una fe.  La de Balmes era la fe católica y cuando trata de los diferentes temas expone los argumentos de su fe.  Pero El criterio no es un libro confesional; el consenso es que se puede leer, y muchos lo hacen, omitiendo los argumentos de fe, sin que el libro pierda su valor e importancia.

18.  Me lo recomendó mi profesor de lógica en la escuela preparatoria.  No se lo recomendó a mis otros compañeros porque era mi tío, Juan de Dios Zamora, y el consejo me lo dio en casa.  Malo para mis compañeros de clase.

19.  Descubrirlo fue todo un shock intelectual.  Tengo la memoria lejana de que por las mismas fechas también descubrí el Estudio en escarlata y el resto de las aventuras de Sherlock Holmes (de Sir Arthur Conan Doyle).  Súbitamente se me desveló el mundo de la reflexión, la inteligencia, el sentido común y la fantasía.

20.  Un par de años después, inicié mis estudios de derecho y me enfrenté con las complejidades de La introducción al derecho de Eduardo García Maynez (que también me ha acompañado en mi vida de abogado), al estudiarlo no podía menos que reflexionar que todo ya lo había visto; la misma experiencia tuve con mis otros libros de derecho.  Todo estaba ahí:  en Balmes, en Conan Doyle y en otros: la reflexión, el sentido común y la imaginación.   Aunque la fantasía del inglés no superara los embates de la lógica del español, ni la lógica de este último suspendiera la audacia y los vuelos de la imaginación del inglés.

21.  Fue así como descubrí ese universo cuando pasaba las horas leyendo, sentado en un rincón de la escalera o acostado en el jardín, con la cabeza en la almohada que era la panza de mi fiel y paciente perro, que apenas respiraba y no se movía. 

22.  Como Balmes dice al inicio de su conclusión y resumen

Criterio es un medio para conocer la verdad.  La verdad en las cosas es la realidad.  La verdad en el entendimiento es conocer las cosas tal como son.  La verdad en la voluntad es quererlas como es debido, conforme a las reglas de la sana moral.  La verdad en la conducta es obrar por impulso de esta buena voluntad.  La verdad en proponerse un fin es proponerse el fin conveniente y debido según las circunstancias.

* Jaime Balmes (1810-1848).  Filósofo, sacerdote jesuita.  Considerado el filósofo más importante de la España del siglo XIX, miembro de la Real Academia (1848). 

** Echar lámina es un chilangismo que significa conducir el coche agresivamente.





viernes, 22 de noviembre de 2019

La locura de la lectura 6. Abraham y María.


Abraham y María


En la entrada anterior, anuncié que tendría oportunidad de comentar sobre los profesionistas obligados a superar obstáculos para obtener sus títulos y merecimientos. Remontan condiciones iniciales desfavorables; las más frecuentes son la necesidad de trabajar, atender a sus hogares y estudiar al mismo tiempo.  Sus esfuerzos y méritos son loables.  Los profesionistas que recibimos todas las facilidades, inclinamos la cabeza ante ellos y reconocemos que nuestros méritos son ínfimos en comparación.  Si alguno se excluye de este homenaje, con su actitud se califica; o se descalifica.

En esta entrada me refiero a ellos en medio de un mar de revoltosas digresiones.

No tuvieron tiempo para la literatura, el cine, sentarse en un sillón y divagar, acompañar y cortejar a su pareja.  Viven apresurados entre sus tareas escolares, la necesidad de ganarse el sustento y otros deberes  

Pero los papelitos luego mienten; o los conocimientos técnicos o científicos no están acompañados de valores éticos.  Cierto, no todos los profesionistas merecen reconocimiento; hayan o no gozado de todas las facilidades o hayan o no superado todas las dificultades.  Como dice el dicho ni están todos los que son, ni son todos los que están.

Los elogios sólo valen para profesionistas que se prepararon con dignidad, obtuvieron títulos de los que pueden estar orgullosos; y que con ese orgullo prestan sus servicios.

Dice el artículo 21 del Código Civil Federal que la ignorancia de las leyes no excusa su cumplimiento; el profesionista debe estar capacitado.  No importan las circunstancias: pobres o ricos, sanos o enfermos, genios, ingenios o necios, los profesionistas deben dominar los principios de su profesión y tener el mínimo de sabiduría para entender las situaciones humanas de los laicos, a cuyo servicio están. 

El artículo sobre que la ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento, prevé circunstancias humanitarias, para exonerar o limitar la responsabilidad de ciertas personas (notorio atraso intelectual, apartamiento de las vías de comunicación o miserable situación económica).   Pero una cosa es la exoneración de responsabilidad y otra la de considerar socialmente valioso el ejercicio deficiente de la profesión por la causa que sea: —Perdió la guarda y custodia de sus hijos por la incompetencia de su abogado.  Pero, pobrecito abogado, su situación no le permitió hacer mejores estudios.  O, —Se murió el enfermo por culpa del médico.  Pero pobrecito médico, estudió en condiciones precarias y sus conocimientos son deficientes. 

El principio de que la ignorancia del derecho a nadie perjudica, debe tener una sana contrapartida en la mesura del legislador; desgraciadamente eso no se da.  Me explico; a mayor número de leyes y requisitos legales, mayor riesgo de que los desconozcamos o los violemos.  La gran tela de araña normativa que nos cubre es campo fértil para la corrupción, mordida o cohecho.  Para enriquecer al político, funcionario o policía deshonesto y darle poder para fastidiar al ciudadano.

Vivimos, azotados sin misericordia con leyes, normas, requisitos y más leyes, normas y requisitos. Por lo contrario, un gobierno civilizado y progresivo, es parco en leyes y pródigo en educación cívica, liberal, responsable y flexible.

En relación con la libertad y la flexibilidad no me puedo aguantar de relatar la anécdota que contaba mi abuelo acerca de cuándo el obispo visitó Alvarado.  Sería hace unos setenta u ochenta años.  Había un solo obispo en el Estado de Veracruz, malos y escasos medios de transporte; así que la visita del obispo fue un evento mayor en Alvarado.  Un típico chamaco alvaradeño, grosero, ocurrente y desparpajado, se coló a empujones en medio de la multitud hasta quedar enfrente del obispo que, cariñosamente, le dijo: —Dime hijo.  El chamaco le contestó: —Hasta que se me dio el rechingao gusto de conocer a un cabrón obispo.  Todos lo celebraron y nadie se ofendió.

Pero ya son muchas digresiones, regreso con un par de ejemplos.

Abraham Lincoln tuvo una vida notable.  De origen humilde terminó siendo abogado y luego presidente de los EE. UU.  Sus padres fueron prácticamente analfabetos y, de hecho, no recibió educación; todo indica que no fue a la escuela.  Se cuenta que sus vecinos decían que podía caminar millas para pedir prestado un libro.  Comentaba que se educó, o fue a la escuela, por pedacitos, un poco ahora otro poco en otra ocasión.  Aprendió la abogacía trabajando con un abogado y leyendo libros de derecho; principalmente el clásico Blackstone del common law.  Antes de iniciar su carrera a la presidencia había practicado 20 años y se le consideraba uno de los  abogados mas notables en Illinois.  Salvó a la Unión y emancipó a los esclavos.  Lo asesinó un loco y terminó homenajeado sentado en un sillonzote de mármol en el corazón de Washington; venerado y siendo ejemplo para el mundo entero.

Es muy frecuente que una persona entre a trabajar en una oficina que presta servicios legales: un despacho de abogados, una dirección jurídica, un tribunal judicial, una notaría. En otras profesiones pueden ser labores de enfermería y colaboración en clínicas, un despacho de contadores o una constructora.  Conforme desarrolla las rutinas de su empleo, comienza a entender sus labores, se interesa y decide hacer sus estudios.

Mi ejemplo preferido es el de María Alvarado.  María es alta funcionaria en el departamento de un banco del Estado.

La claridad mental no abunda. Cuando intento transmitir una idea a un cliente, colega, alumno u otros, necesito repetir, reformular, dar otros ejemplos o varias reuniones.  Lo mismo me sucede cuando trato de entender a un confuso.  Vivimos como Sancho dijo a Don Quijote: —Yo me entiendo y con eso basta.  Sin notarlo, caminamos en medio de la neblina de un mundo de confusiones.

Admiro la claridad mental.  Cuando me topo con alguien que la tiene, alzo los brazos al cielo en acción de gracias.  Como con María: todo es claro, corto y al punto; me entiende a la primera y, también, con pocas palabras.  Nuestro trato profesional es fácil y directo.  Está en mi lista de los con que me entiendo sin problemas.  También en mi lista de abogados que saben lo que hacen.

Entre entrevistas de trabajo, un día me contó su historia.  Como Abraham Lincoln su educación inicial fue precaria.  Como Lincoln, también, aprendió por pedacitos.  En agosto de 1988 entró a trabajar al banco como auxiliar de secretaria en un departamento de contabilidad, pero su deseo era ser abogada.  Obtuvo que la pasaran al departamento legal en octubre de 2008 cuando terminó sus créditos de licenciada en derecho y tiene años trabajando ahí.  Ahora es subdirectora del Departamento Jurídico Contencioso.  Todavía no la han sentado en un sillonzote.

En segundo año de secundaria, en una clase de civismo, decidió que quería ser abogada. Lo hizo al mismo tiempo que atendía casa y trabajo.  Es autodidacta de corazón (en lo que somos almas paralelas).  Sin tutoría o ayuda aprobó la preparatoria presentando el examen único del Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior (Ceneval).  Luego se inscribió en la Universidad Latina en el Sistema de Universidad Abierta (www.unila.edu.mx), incorporada a la UNAM.  

En la universidad abierta le daban el programa de estudios de cada semestre.  Ella lo desarrollaba: se allegaba de los libros, leyes, doctrina e información necesaria para cada materia.  Los sábados, de 07 00 a 15 00, iba a la Universidad recibir tutorías de 50 minutos por materia. Al final del curso presentaba el examen.  Después de 5 años, conforme al programa de estudios de la UNAM se recibió con un promedio 9.87.

Como su promedio calificaba como de alto rendimiento (superior a 9), tuvo derecho a que la titulara la UNAM.  Además, en 2016, en la Universidad Anáhuac, concluyo una maestría en banca y mercados financieros.  Nuevamente con excelente promedio: 8.45

Las vidas, obstáculos y logros de María y de Abraham son muy diferentes; no son comparables.  Salvo en esa voluntad férrea de educarse y prepararse para una vida valiosa.

Tengo otros ejemplos.  A lo largo de los años he visto mozos o mensajeros de un despacho (por ejemplo, el mío), tagarotes de notarios o meritorios de juzgados que terminaron siendo abogados.  Lo mismo que enfermeros, albañiles y otros operarios que terminaron como profesionistas.  Incluso estudiantes golfos, de todos los niveles sociales o económicos, que cuando adultos se convirtieron en buenos profesionistas.

A todos ellos, sobre todo los que tuvieron que superar obstáculos, les hago homenaje en este blog.  

Lo que no los exime de continuar su educación conforme a los consejos de Monseñor https://bit.ly/35BB603, ajustados a cada situación personal: la educación humanista continua, cuya promoción es el propósito de este blog.








lunes, 21 de octubre de 2019

La locura de la lectura 5. Monseñor y el teléfono.





Monseñor y el teléfono.



 
Cuando partí para la universidad Monseñor Gregorio Aguilar, entonces Canónigo de la Basílica de Guadalupe, tenía a su cargo el seminario de derecho romano de la Facultad de Derecho de la UNAM.  Monseñor era muy amigo de mi familia, lo conocía desde niño.  Mi madre me aconsejó que lo fuera a ver para que me recomendara sobre los profesores y mis estudios. 

No obstante la fama de que gozaba Monseñor de ser el curita barco de derecho romano, me dio una lista de profesores que era una jaula de leones.  Le comenté que un primo mío, abogado joven, me prometió trabajo como pasante en su despacho.  Su respuesta, determinante, fue como sigue:

Eres un joven estudiante, tu obligación es consagrarte a estudiar.  Tus padres te sostienen y no tienes necesidad de pagarte tus estudios.  Dedica un par de horas al día a estudiar tus materias y el resto a dejar que tu mente crezca.  Lee novelas, ve al cine, vete a pasear a Chapultepec.  Siéntate en una banca, en un sillón; simplemente a no hacer nada.  Crece, insistió, con la mente y el alma abierta, flexible.  Ya pasarás  treinta o cuarenta años dentro de las cuatro paredes de una oficina, leyendo papeles y ocupado con tus problemas y los de tus clientes. 

Sólo oírlo me convenció.  Seguí su consejo a la letra; marcó un rumbo a mi vida.  No coincidía entonces, como no coincide ahora, con la opinión predominante.  Durante mis primeros años en la universidad tuve innumerables discusiones con mis compañeros; me descalificaron de muchas maneras: niño bonito, teórico, iluso.  Cuando me recibiera iba a ser un teórico, carente de experiencia y bueno para muy poco.  

Pero yo estaba firmemente convencido: provisto de conocimientos sólidos, no me llevaría mucho tiempo y esfuerzo adquirir la experiencia que decían me estaba perdiendo.  Lo que sucedió cuando entré a trabajar me demostró que estaba en lo cierto: rápidamente adquirí la experiencia que supuestamente estaba perdiendo.  Además, conocía el fundamento legal de las prácticas legales y tenía mas y mejores armas legales para implementarlas.

El poder de la opinión pública es enorme.  Con grandes esfuerzos y pertinacia me sostuve; pero, finalmente, movido por las criticas de mis compañeros, al final del cuarto año busqué trabajar en un despacho.  Tengo tanta suerte que me inicié como pasante de Roberto L. Mantilla Molina, con quien me unió una relación de mas de treinta años y que sólo terminó con su muerte.  Roberto era muy estudioso y muy práctico; un gran profesor, un gran abogado y un gran litigante.  Lo que me enseñó sólo lo puedo compensarlo tratando de imitarlo; lo que he hecho siempre.

Fui afortunado porque mis padres sostuvieron mi carrera.  Por lo contrario, la mayoría de los estudiantes tienen que trabajar; sus esfuerzos  y sus méritos son loables.  Pero dejo esto para otra ocasión. ahora me surge una digresión sobre la que llamaré la diferencia de ambientes.

Cuando me entrevisté con Monseñor, en 1954, la Ciudad de México tenía alrededor de tres millones de habitantes (y ya se consideraba enorme).  La vida era reposada, plácida.  Para ir a la UNAM, tomaba el autobús que salía de la Alameda, en la Avenida Hidalgo, y que en treinta minutos se estacionaba en lo que ahora es el estacionamiento de Filosofía.  En el camino admiraba los volcanes y el Parque de la Lama (destruido para edificar el espantoso WTC), los árboles del sur de Insurgentes.

Las chavas bonitas paseaban los domingos, después de misa, en Madero.  Luego continuaba el paseo en el bosque Chapultepec.  En las casas en que había TV era solo una; unas cajas pequeñas, que proyectaban en blanco y negro.  Sólo había tres canales que transmitían desde el mediodía hasta la media noche, cuando cerraban con el himno nacional.  

Las noticias se conocían en el periódico de la mañana; aunque en México ya había emisiones vespertinas.  También por un noticiario semanal que se proyectaba en los cortos del cine y que duraba unos diez minutos.  

Los privilegiados tenían un teléfono en casa.  Con excepción de algunas empresas,  llamar por larga distancia era sólo para anunciar muertes y otras catástrofes o eventos extraordinarios.  Lo usual era el telégrafo con sus abreviaturas para abaratar el costo. El común de los mortales hacía cola en las casetas con teléfonos de monedas (de donde proviene la expresión de que ya te cayó el veinte).

Caminábamos al cine, al teatro y luego a cenar por la Avenida Juárez, el Paseo de la Reforma y otros lugares.  A cualquier hora, platicando sabroso y sin ningún temor.

Era una vida paradisiaca en comparación con el frenesí contemporáneo.  Aunque ya en provincia se opinaba que la vida en la Ciudad de México era de locos.  

Esa vida no aguanta la comparación si pensamos en Sócrates vagabundeando por el ágora ateniense y molestando con sus interminables discusiones con quien se encontrara. O Jesucristo  en la carpintería en Belem y luego predicando en pueblos y caminos.  O cuando Kant caminaba en su pueblo, siempre el mismo paseo y que servía para poner el reloj a la hora.  

Grandes obras fueron creadas en el aislamiento y el silencio.  Cervantes cuenta en el prólogo del Quijote que lo engendró en la cárcel.

¿que podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno  de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?  

Los ejemplos se multiplican.  Montaigne se encerró en una torre en sus dominios para escribir los ensayos. Marcel Proust, hipocondríaco, (En busca del tiempo perdido) escribió esa saga en la cama.  El Conde Leon Tolstoy (entre otras, Anna Karenina, La Guerra y la Paz, La muerte de Ivan Ylyich, Resurrección) pasó gran parte de su vida en su finca familiar, Yasnaya Polyana.  Seneca escribió sus consolaciones, cartas y ensayos en el exilio, en Córcega.  

Es el ocio creativo del que disfrutaban principalmente los ciudadanos, patricios o aristócratas.   

Ahora vivimos adheridos a los teléfonos inteligentes; que ni son teléfonos ni son inteligentes.  Súbitamente los teléfonos, las tabletas y las computadoras, con la colaboración del internet y numerosas aplicaciones, invadieron el medio ambiente con su ruido, velocidad y la sensación de que es necesario estar en todo, saber de todo y en todo momento.  Estamos inmersos en un ambiente estresante, adictivo, y por ello vivimos con una sensación de impotencia.  Hemos perdido la vida interior, el detenimiento, la reflexión; estamos encadenados al flujo de la exterioridad.

Sin embargo, el núcleo de los consejos de Monseñor no ha cambiado; son nuestras actitudes las que deben adaptarse a las nuevas circunstancias.  Lejos de estigmatizar los avances tecnológicos debemos aprovecharlos para incrementar nuestra calidad de vida y los goces del ocio creativo.

En esto, como en todo lo normativo, hay que apegarse a la regla de oro del derecho mercantil, que consiste en prestar atenta observación a la realidad; hoy en día, es el uso de las tecnologías de la información.  Un mínimo de reglas prácticas bastan.  Yo tengo las mías.

El principio fundamental es que yo soy el jefe; los avances tecnológicos están a mi servicio.  No hago lo que ellos mandan, sino que determino y limito lo que pueden hacer.

Me guían unas preguntas fundamentales: 

  • ¿Qué tan indispensable, útil o conveniente es que me entere de cada información que se me ofrece? 
  • ¿En qué me beneficia saber quienes y cuántos me ponen me gusta (likes), o recomiendan mis publicaciones? 
  • Constantemente recibo mensajes, correos, llamadas, ofertas ¿Por qué tengo que estar pendiente, de modo incesante, de toda esa marabunta?
  • ¿Tengo que responder de bote pronto?
  • ¿No es de sabios, informarse, reflexionar, tomarse un tiempo antes de contestar?
  • ¿Por qué debo abandonar mi inveterada costumbre de darle oportunidad a mi almohada antes de responder?

En consecuencia, eliminé todas las notificaciones, noticias, avisos e interrupciones. 

Yo decido.  

A continuación pongo una lista de mis actividades cotidianas en las que uso el teléfono, las tabletas, la computadora o el internet.  Al revisarla tengan en cuenta de que: (i) es una lista desordenada, (ii) no todos los días son iguales, ni todos los días los uso de la misma manera (no estoy programado). 

  • Reviso mi calendario.  Hago citas y las apunto.
  • Hablo por teléfono desde mi cama, dando a mi interlocutor la impresión de que estoy bañado y formalmente trabajando en mi oficina.  También hablo en lugares y momentos convencionales.
  • Envío recados con tareas y sugerencias a mi asistente, socios y pasantes.
  • Dicto las pendejadas que se me ocurren y luego las borro confirmando que para eso no se estudia.
  • Hago notas y listas de cosas que debo recordar; que luego no veo o no recuerdo
  • Leo los escritos de mis contrarios y las resoluciones que les dan razón.  Les hago anotaciones y escribo comentarios. 
  • En esos comentarios, por lo general me lamento de los jueces, magistrados y árbitros;  por supuesto que también de mis contrarios.  Luego los borro, no vaya a ser qué se escapen.
  • Redacto notas, borradores de memoriales, opiniones, laudos, resoluciones y artículos. A veces en mitad de la noche cuando me despierta un torrente de ideas. 
  • Leo, leo, leo y releo. Libros (en Kindle, iBooks, Bookmate, Kobo, Google Reads).  Ya no leo libros, revistas y periódicos impresos.
  • Copio citas literarias, jurídicas, ideas y otras cosas de interés; aunque luego no sé qué hacer con ellas  
  • Tomo fotos; que tampoco luego no sé qué hacer con ellas.
  • Sujeto a estrictos horarios, leo el periódico, siguiendo el método de leer sólo los titulares.  Con eso basta.
  • También leo las opiniones de comentaristas que selecciono.  Pero con cuidado porque a menudo, con diferentes palabras y expresiones, se repiten.  Prefiero leer Candido de Voltaire.
  • Con semejantes precauciones, selecciono artículos que separo en la lista de lecturas de mi navegador.   Luego leo algunos.
  • Sujeto a muy severos horarios, chismeo, aprendo y me divierto en Facebook y Twitter.  Muy sano para verme como en un espejo y darme cuenta de lo que no debo publicar o compartir.
  • Uso el no molestar o el modo de avión, como una consideración al prójimo con quien estoy; prefiero darle el avión a los que me escriben para no darle el avión a quienes están conmigo.
  • También pongo el no molestar cuando descanso, leo, como o duermo.
  • Invariablemente contesto o atiendo todas las llamadas o mensajes que no atendí cuando los recibí.
  • Oigo música.  Es mi modo preferido de prepararme para la noche.
  • Rezo y le pido ayuda a Dios ayuda, porque sin él no tengo remedio.  Es más relajante que oír música y todo lo demás.

Lo que me lleva a recordar el soneto de Quevedo que ya cité antes y cuyos dos primeros cuartetos dicen:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con los ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Y continúo observando en su esencia los consejos de Monseñor




viernes, 27 de septiembre de 2019

La locura de la lectura 4. El tenis el aprendizaje de la abogacía




La locura de la lectura.
4.  El tenis y el aprendizaje de la abogacía.



Es hora de trabajar en serio sobre la cuestión del mejor modo de llegar a ser un buen profesionista; por ejemplo, un buen abogado.  Eso me lleva a una digresión sobre mi entrenamiento para aprender a jugar tenis.  

Desde un principio advertí que esto iba a ser un desorden shandinista*.  Si se aburren, pueden usar su tiempo en lo que les parezca más útil o entretenido.

Mi aprendizaje y entrenamiento para jugar tenis de competencia fue una gran experiencia de vida, tanta que no puedo dejar de contarla.  Lo intentaré, aunque es difícil transmitir la experiencia.

Nací con la afición a los deportes; practiqué todos los que se ponían de moda.  Tendría unos doce años cuando descubrí el tenis.  Mas o menos al mes de haber comenzado a jugarlo en el Club Deportivo Veracruzano, un domingo, llegaron a jugar dobles el Gobernador del Estado, Marco Antonio Muñoz y el campeón nacional de tenis, Gustavo Palafox; dos tenistas del club completaron el cuarto de dobles.

Ver jugar a Gustavo fue para mí un acontecimiento.  Era todo elegancia, precisión y eficacia; pensé que nada me gustaría tanto como jugar como él.  Gustavo  enseñó a jugar a Toño Palafox.  Luego, cuando el tenis se profesionalizó y la TV lo popularizó, Toño fue un famoso jugador, entrenador y coach de figuras mundiales (John McEnroe).

Al día siguiente me sorprendió ver a Gustavo en el club; escogió, para entrenarnos, a los chavos que más o menos tenían cualidades.  Entonces yo jugaba con la técnica y el estilo del sartenazo, sin embargo tuve la suerte de ser uno de los elegidos; me citó para una primera sesión. 

Llegué muy ufano decidido a comerme la cancha.  Pero los planes de Gustavo eran otros; me tuvo una hora haciendo ejercicios de sombra con la raqueta, fuera de la cancha y sin pelota.  Era muy paciente y didáctico, me explicó que primero tenía que adquirir las formas básicas.

Me aguanté; aguantarse es un hábito valioso.  Mas o menos en la quinta sesión nos metimos a la cancha.  Traía una canasta llena de pelotas y me las echaba con la mano, de mamoncito les decíamos entonces, para que las contestara; él las dejaba pasar.  Cada golpe me corregía.  Cuando le pegaba fuerte me llamaba la atención: ‘—despacio y que la pelota caiga dentro de la cancha; la velocidad llegará después".

Unos días después se pasó del otro lado de la cancha y, desde la red, me voleaba  pelotas, que yo contestaba conforme a sus instrucciones. Él las dejaba pasar y me mandaba una tras otra.  Días adelante se fue el fondo de la cancha y comenzó a contestarme.  Con infinita paciencia me corregía y, de nuevo, cuando yo le pegaba fuerte me llamaba la atención: lo que importa es que caiga adentro.  La velocidad y fuerza vendrán después.  

No tenía más de un mes cuando todo esto mostró resultados.  Le pegaba a la pelota con un ritmo, una fuerza y una velocidad inimaginable.  Además, con cierta elegancia.  Muchos años después, ya abogado y como un simple aficionado, perdí en la final un torneo en un club en los EE.UU.  Pero en la premiación chusca me gané un premio: All style, no stamina  (mucho estilo, poca energía).  Hasta la fecha lo considero como broma; no me faltó energía, mi contrario jugaba feo, pero era mejor. 

Cuando comencé a estudiar derecho, consideré ese aprendizaje y práctica como la adquisición de la teoría general del tenis; haría lo mismo en la escuela.  Al inicio de los estudios no se pueden llevar defensas, dar opiniones ni actuar como abogado; primero se deben adquirir las bases del derecho hasta que formen parte de uno mismo; después se puede pegar fuerte y bien.  Nadie que sólo se haya preparado treinta días puede ganar un maratón.  Como nadie que no haya adquirido sólidamente los fundamentos de su profesión, puede ser un especialista.  Para ser un especialista, antes hay que formarse como un generalista. 

Encontré que los estudios básicos de introducción al derecho, fundamentos de derecho civil y derecho romano eran básicos; muchos de mis compañeros, por lo contrario, los desdeñaban y detestaban.  Para mí, fueron similares a los ejercicios iniciales de Gustavo.  Recuerdo muy bien mi decisión de guiarme por sus prácticas.  Ha sido una doctrina de vida; Sócrates lo predicaba: ‘lo bello es difícil’.

Regreso al tenis y a Gustavo.  Pasado cierto tiempo nos llevó a jugar un torneo fuera de Veracruz, a Orizaba.  Entré a la cancha y lo único que no me temblaba era la suela de los zapatos.  En la transición de cancha al terminar el primer punto, Gustavo me preguntó: ‘—¿Estás bien entrenado y sabes como pegarle a la pelota?.  Le contesté que sí; me replicó: —¿Entonces, de qué tienes miedo?  Olvídate de todo, de las reglas. y simplemente entra a la cancha pégale a la pelota y juega sin temor.’

Pocos consejos he recibido de ese calibre en mi vida.  Años más tarde leí como Azorin, literato español decía que había que aprenderse las reglas de la gramática y luego olvidarlas.

Gustavo me dio buenas razones para preferir la abogacía al tenis.  En aquellos años el tenis profesional era una élite; los profesionales eran unos diez o quince en el mundo.  El resto, como Gustavo, vivía precariamente mientras tenía facultades (estaba en sus veintes).  Gustavo me dijo que lamentaba haber dejado la carrera de química para ser campeón nacional.**

Mi padre tuvo razones más convincentes: ‘—Si quieres estudiar para abogado, yo pago todo.  Si quieres ser tenista, te las arreglas como puedas.'  Dejé de jugar tenis durante 14 años.

Pero me quedó la experiencia.  ¿Que aprendí?  Humildad (no demasiada), disciplina, esfuerzo, paciencia, seguridad. 

Lo recuerdo claramente; si me preparaba bien, si llegaba al examen final bien estudiado, nada tenía que temer.  Con la petulancia de la juventud, antes de entrar al examen, mientras todos estaban repasando sus notas y libros, yo llegaba leyendo el Selecciones del Readers o cualquier otra bobería; en los momentos previos al encuentro, lo aconsejado es relajarse.  Los estudios de último momento sólo aumentan el estrés.  Mis compañeros me comentaban que era una imprudencia; les contestaba que ya me sabía todas las respuestas; claro que me refería a las razonablemente previsibles en el examen. 

Tengo un serio déficit de atención y doy gracias a Dios que en mis tiempos los psicólogos no habían descubierto los síndromes con los que ahora califican a los párvulos. Disfrutaba las clases: mientras mis profesores hablaban yo andaba en viajes imaginarios por lugares fabulosos o metiendo goles increíbles como extremo derecho de los Tiburones Rojos (los de entonces).  Un psiquiatra amigo mío me dijo que tenía ‘inatención selectiva’, pero que no me convenía comentarlo, porque podría ofender a más de uno.  Tamañas deficiencias las contrarresto con mi afición a la lectura; mis hermanas decían:  ‘—Cuando Chemo (yo) quiere hacer o aprender algo, lee un libro.”

Cuando mis hijos estaban en la escuela, nos llamaban para comentarnos que nuestros hijos se distraían, eran rebeldes y otras cosas; que teníamos que hacer algo.  No lo discutía; le daba gracias a Dios por mis hijos rebeldes e independientes y no hacía nada.  Luego, como abuelo, mis hijos me comentan que reciben las mismas quejas y, que ahora las escuelas les recomiendan o imponen terapias.  Es una tonta estrategia peligrosa; arriesga frustrar la creatividad y la libertad.

Las terapias y tratamientos son buenos para situaciones muy especiales.  No para convertir la educación en una fábrica de borregos.

Consciente de mi forma de ser, al principio de curso le pedía a mis profesores que me indicaran el libro, o libros, que debía estudiar.  Me aplicaba todos los días a estudiarlo, divagaba en clase y, el día del examen, me sabía las respuestas a todas las preguntas.

Así aprenden los grandes pianistas y otros artistas, los artesanos, la tradición Zen y muchos más.  Sólo los genios se exceptúan.

Así que paciencia y barajar.

Paciencia y barajar es una vieja expresión española; jugar con los naipes, en solitario, esperando.  Algo así como un resignado suspiro. 

En el capítulo XXIII de la parte segunda de Don Quijote se cuenta el sueño del Caballero de la Triste Figura cuando visitó la cueva de Montesinos.  Montesinos lo presentó a su primo Durandarte y le dice que vino a desencantarlos, después de que yacían hacía quinientos años.  A continuación el diálogo entre Montesinos y Durandarte:

Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados, que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas».  «Y cuando así no sea —respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja—, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar.» Y volviéndose de lado tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra.

Es una delicia leer y releer El Quijote.  




* Se puede ver en: https://bit.ly/2m10g6H

**Cuando la edad retiró a Gustavo no la pasaba bien.  Pero muy pronto la televisión popularizó el tenis y desapareció la separación de profesionales y amateurs.  Gustavo fue contratado como entrenador (couch) profesional en Arkansas.  Llegó a ser clasificado como el profesor número 1 en los EE.UU. y siguió su vida de éxitos.