viernes, 22 de noviembre de 2019

La locura de la lectura 6. Abraham y María.


Abraham y María


En la entrada anterior, anuncié que tendría oportunidad de comentar sobre los profesionistas obligados a superar obstáculos para obtener sus títulos y merecimientos. Remontan condiciones iniciales desfavorables; las más frecuentes son la necesidad de trabajar, atender a sus hogares y estudiar al mismo tiempo.  Sus esfuerzos y méritos son loables.  Los profesionistas que recibimos todas las facilidades, inclinamos la cabeza ante ellos y reconocemos que nuestros méritos son ínfimos en comparación.  Si alguno se excluye de este homenaje, con su actitud se califica; o se descalifica.

En esta entrada me refiero a ellos en medio de un mar de revoltosas digresiones.

No tuvieron tiempo para la literatura, el cine, sentarse en un sillón y divagar, acompañar y cortejar a su pareja.  Viven apresurados entre sus tareas escolares, la necesidad de ganarse el sustento y otros deberes  

Pero los papelitos luego mienten; o los conocimientos técnicos o científicos no están acompañados de valores éticos.  Cierto, no todos los profesionistas merecen reconocimiento; hayan o no gozado de todas las facilidades o hayan o no superado todas las dificultades.  Como dice el dicho ni están todos los que son, ni son todos los que están.

Los elogios sólo valen para profesionistas que se prepararon con dignidad, obtuvieron títulos de los que pueden estar orgullosos; y que con ese orgullo prestan sus servicios.

Dice el artículo 21 del Código Civil Federal que la ignorancia de las leyes no excusa su cumplimiento; el profesionista debe estar capacitado.  No importan las circunstancias: pobres o ricos, sanos o enfermos, genios, ingenios o necios, los profesionistas deben dominar los principios de su profesión y tener el mínimo de sabiduría para entender las situaciones humanas de los laicos, a cuyo servicio están. 

El artículo sobre que la ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento, prevé circunstancias humanitarias, para exonerar o limitar la responsabilidad de ciertas personas (notorio atraso intelectual, apartamiento de las vías de comunicación o miserable situación económica).   Pero una cosa es la exoneración de responsabilidad y otra la de considerar socialmente valioso el ejercicio deficiente de la profesión por la causa que sea: —Perdió la guarda y custodia de sus hijos por la incompetencia de su abogado.  Pero, pobrecito abogado, su situación no le permitió hacer mejores estudios.  O, —Se murió el enfermo por culpa del médico.  Pero pobrecito médico, estudió en condiciones precarias y sus conocimientos son deficientes. 

El principio de que la ignorancia del derecho a nadie perjudica, debe tener una sana contrapartida en la mesura del legislador; desgraciadamente eso no se da.  Me explico; a mayor número de leyes y requisitos legales, mayor riesgo de que los desconozcamos o los violemos.  La gran tela de araña normativa que nos cubre es campo fértil para la corrupción, mordida o cohecho.  Para enriquecer al político, funcionario o policía deshonesto y darle poder para fastidiar al ciudadano.

Vivimos, azotados sin misericordia con leyes, normas, requisitos y más leyes, normas y requisitos. Por lo contrario, un gobierno civilizado y progresivo, es parco en leyes y pródigo en educación cívica, liberal, responsable y flexible.

En relación con la libertad y la flexibilidad no me puedo aguantar de relatar la anécdota que contaba mi abuelo acerca de cuándo el obispo visitó Alvarado.  Sería hace unos setenta u ochenta años.  Había un solo obispo en el Estado de Veracruz, malos y escasos medios de transporte; así que la visita del obispo fue un evento mayor en Alvarado.  Un típico chamaco alvaradeño, grosero, ocurrente y desparpajado, se coló a empujones en medio de la multitud hasta quedar enfrente del obispo que, cariñosamente, le dijo: —Dime hijo.  El chamaco le contestó: —Hasta que se me dio el rechingao gusto de conocer a un cabrón obispo.  Todos lo celebraron y nadie se ofendió.

Pero ya son muchas digresiones, regreso con un par de ejemplos.

Abraham Lincoln tuvo una vida notable.  De origen humilde terminó siendo abogado y luego presidente de los EE. UU.  Sus padres fueron prácticamente analfabetos y, de hecho, no recibió educación; todo indica que no fue a la escuela.  Se cuenta que sus vecinos decían que podía caminar millas para pedir prestado un libro.  Comentaba que se educó, o fue a la escuela, por pedacitos, un poco ahora otro poco en otra ocasión.  Aprendió la abogacía trabajando con un abogado y leyendo libros de derecho; principalmente el clásico Blackstone del common law.  Antes de iniciar su carrera a la presidencia había practicado 20 años y se le consideraba uno de los  abogados mas notables en Illinois.  Salvó a la Unión y emancipó a los esclavos.  Lo asesinó un loco y terminó homenajeado sentado en un sillonzote de mármol en el corazón de Washington; venerado y siendo ejemplo para el mundo entero.

Es muy frecuente que una persona entre a trabajar en una oficina que presta servicios legales: un despacho de abogados, una dirección jurídica, un tribunal judicial, una notaría. En otras profesiones pueden ser labores de enfermería y colaboración en clínicas, un despacho de contadores o una constructora.  Conforme desarrolla las rutinas de su empleo, comienza a entender sus labores, se interesa y decide hacer sus estudios.

Mi ejemplo preferido es el de María Alvarado.  María es alta funcionaria en el departamento de un banco del Estado.

La claridad mental no abunda. Cuando intento transmitir una idea a un cliente, colega, alumno u otros, necesito repetir, reformular, dar otros ejemplos o varias reuniones.  Lo mismo me sucede cuando trato de entender a un confuso.  Vivimos como Sancho dijo a Don Quijote: —Yo me entiendo y con eso basta.  Sin notarlo, caminamos en medio de la neblina de un mundo de confusiones.

Admiro la claridad mental.  Cuando me topo con alguien que la tiene, alzo los brazos al cielo en acción de gracias.  Como con María: todo es claro, corto y al punto; me entiende a la primera y, también, con pocas palabras.  Nuestro trato profesional es fácil y directo.  Está en mi lista de los con que me entiendo sin problemas.  También en mi lista de abogados que saben lo que hacen.

Entre entrevistas de trabajo, un día me contó su historia.  Como Abraham Lincoln su educación inicial fue precaria.  Como Lincoln, también, aprendió por pedacitos.  En agosto de 1988 entró a trabajar al banco como auxiliar de secretaria en un departamento de contabilidad, pero su deseo era ser abogada.  Obtuvo que la pasaran al departamento legal en octubre de 2008 cuando terminó sus créditos de licenciada en derecho y tiene años trabajando ahí.  Ahora es subdirectora del Departamento Jurídico Contencioso.  Todavía no la han sentado en un sillonzote.

En segundo año de secundaria, en una clase de civismo, decidió que quería ser abogada. Lo hizo al mismo tiempo que atendía casa y trabajo.  Es autodidacta de corazón (en lo que somos almas paralelas).  Sin tutoría o ayuda aprobó la preparatoria presentando el examen único del Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior (Ceneval).  Luego se inscribió en la Universidad Latina en el Sistema de Universidad Abierta (www.unila.edu.mx), incorporada a la UNAM.  

En la universidad abierta le daban el programa de estudios de cada semestre.  Ella lo desarrollaba: se allegaba de los libros, leyes, doctrina e información necesaria para cada materia.  Los sábados, de 07 00 a 15 00, iba a la Universidad recibir tutorías de 50 minutos por materia. Al final del curso presentaba el examen.  Después de 5 años, conforme al programa de estudios de la UNAM se recibió con un promedio 9.87.

Como su promedio calificaba como de alto rendimiento (superior a 9), tuvo derecho a que la titulara la UNAM.  Además, en 2016, en la Universidad Anáhuac, concluyo una maestría en banca y mercados financieros.  Nuevamente con excelente promedio: 8.45

Las vidas, obstáculos y logros de María y de Abraham son muy diferentes; no son comparables.  Salvo en esa voluntad férrea de educarse y prepararse para una vida valiosa.

Tengo otros ejemplos.  A lo largo de los años he visto mozos o mensajeros de un despacho (por ejemplo, el mío), tagarotes de notarios o meritorios de juzgados que terminaron siendo abogados.  Lo mismo que enfermeros, albañiles y otros operarios que terminaron como profesionistas.  Incluso estudiantes golfos, de todos los niveles sociales o económicos, que cuando adultos se convirtieron en buenos profesionistas.

A todos ellos, sobre todo los que tuvieron que superar obstáculos, les hago homenaje en este blog.  

Lo que no los exime de continuar su educación conforme a los consejos de Monseñor https://bit.ly/35BB603, ajustados a cada situación personal: la educación humanista continua, cuya promoción es el propósito de este blog.