Monseñor y el teléfono.
Cuando partí para la universidad Monseñor Gregorio
Aguilar, entonces Canónigo de la Basílica de Guadalupe, tenía a su cargo el
seminario de derecho romano de la Facultad de Derecho de la UNAM.
Monseñor era muy amigo de mi familia, lo conocía desde niño. Mi
madre me aconsejó que lo fuera a ver para que me recomendara sobre los
profesores y mis estudios.
No obstante la fama de que gozaba Monseñor de ser el
curita barco de derecho romano, me dio una lista de profesores que era una
jaula de leones. Le comenté que un primo mío, abogado joven, me prometió
trabajo como pasante en su despacho. Su respuesta, determinante, fue como sigue:
Eres un joven estudiante, tu obligación es consagrarte
a estudiar. Tus padres te sostienen y no tienes necesidad de pagarte tus
estudios. Dedica un par de horas al día a estudiar tus materias y el
resto a dejar que tu mente crezca. Lee novelas, ve al cine, vete a pasear
a Chapultepec. Siéntate en una banca, en un sillón; simplemente a no
hacer nada. Crece, insistió, con la mente y el alma abierta, flexible.
Ya pasarás treinta o cuarenta años dentro de las cuatro paredes de
una oficina, leyendo papeles y ocupado con tus problemas y los de tus
clientes.
Sólo oírlo me convenció. Seguí su consejo a la
letra; marcó un rumbo a mi vida. No coincidía entonces, como no coincide
ahora, con la opinión predominante. Durante mis primeros años en la
universidad tuve innumerables discusiones con mis compañeros; me descalificaron
de muchas maneras: niño bonito, teórico, iluso. Cuando me recibiera iba a
ser un teórico, carente de experiencia y bueno para muy poco.
Pero yo estaba firmemente convencido: provisto de
conocimientos sólidos, no me llevaría mucho tiempo y esfuerzo adquirir la
experiencia que decían me estaba perdiendo. Lo que sucedió cuando entré a
trabajar me demostró que estaba en lo cierto: rápidamente adquirí la
experiencia que supuestamente estaba perdiendo. Además, conocía el
fundamento legal de las prácticas legales y tenía mas y mejores armas legales
para implementarlas.
El poder de la opinión pública es enorme. Con
grandes esfuerzos y pertinacia me sostuve; pero, finalmente, movido por las
criticas de mis compañeros, al final del cuarto año busqué trabajar en un
despacho. Tengo tanta suerte que me inicié como pasante de Roberto L.
Mantilla Molina, con quien me unió una relación de mas de treinta años y que
sólo terminó con su muerte. Roberto era muy estudioso y muy práctico; un
gran profesor, un gran abogado y un gran litigante. Lo que me enseñó sólo
lo puedo compensarlo tratando de imitarlo; lo que he hecho siempre.
Fui afortunado porque mis padres sostuvieron mi
carrera. Por lo contrario, la mayoría de los estudiantes tienen que
trabajar; sus esfuerzos y sus méritos son loables. Pero dejo esto
para otra ocasión. ahora me surge una digresión sobre la que llamaré la
diferencia de ambientes.
Cuando me entrevisté con Monseñor, en 1954, la Ciudad
de México tenía alrededor de tres millones de habitantes (y ya se consideraba
enorme). La vida era reposada, plácida. Para ir a la UNAM, tomaba
el autobús que salía de la Alameda, en la Avenida Hidalgo, y que en treinta
minutos se estacionaba en lo que ahora es el estacionamiento de Filosofía.
En el camino admiraba los volcanes y el Parque de la Lama (destruido para
edificar el espantoso WTC), los árboles del sur de Insurgentes.
Las chavas bonitas paseaban los domingos, después de
misa, en Madero. Luego continuaba el paseo en el bosque Chapultepec.
En las casas en que había TV era solo una; unas cajas pequeñas, que
proyectaban en blanco y negro. Sólo había tres canales que transmitían
desde el mediodía hasta la media noche, cuando cerraban con el himno nacional.
Las noticias se conocían en el periódico de la mañana;
aunque en México ya había emisiones vespertinas. También por un
noticiario semanal que se proyectaba en los cortos del cine y que duraba unos
diez minutos.
Los privilegiados tenían un teléfono en casa.
Con excepción de algunas empresas, llamar por larga distancia era
sólo para anunciar muertes y otras catástrofes o eventos extraordinarios.
Lo usual era el telégrafo con sus abreviaturas para abaratar el costo. El
común de los mortales hacía cola en las casetas con teléfonos de monedas (de
donde proviene la expresión de que ya te cayó el veinte).
Caminábamos al cine, al teatro y luego a cenar por la
Avenida Juárez, el Paseo de la Reforma y otros lugares. A cualquier hora,
platicando sabroso y sin ningún temor.
Era una vida paradisiaca en comparación con el frenesí
contemporáneo. Aunque ya en provincia se opinaba que la vida en la Ciudad
de México era de locos.
Esa vida no aguanta la comparación si pensamos en
Sócrates vagabundeando por el ágora ateniense y molestando con sus
interminables discusiones con quien se encontrara. O Jesucristo en la
carpintería en Belem y luego predicando en pueblos y caminos. O cuando
Kant caminaba en su pueblo, siempre el mismo paseo y que servía para poner el
reloj a la hora.
Grandes obras fueron creadas en el aislamiento y el
silencio. Cervantes cuenta en el prólogo del Quijote que lo engendró en
la cárcel.
¿que podía engendrar el estéril y mal cultivado
ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y
lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien
como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y
donde todo triste ruido hace su habitación?
Los ejemplos se multiplican. Montaigne se
encerró en una torre en sus dominios para escribir los ensayos. Marcel Proust,
hipocondríaco, (En busca del tiempo perdido) escribió esa saga en
la cama. El Conde Leon Tolstoy (entre otras, Anna Karenina, La Guerra
y la Paz, La muerte de Ivan Ylyich, Resurrección) pasó gran
parte de su vida en su finca familiar, Yasnaya Polyana. Seneca escribió
sus consolaciones, cartas y ensayos en el exilio, en Córcega.
Es el ocio creativo del que disfrutaban principalmente
los ciudadanos, patricios o aristócratas.
Ahora vivimos adheridos a los teléfonos inteligentes;
que ni son teléfonos ni son inteligentes. Súbitamente los teléfonos, las
tabletas y las computadoras, con la colaboración del internet y numerosas
aplicaciones, invadieron el medio ambiente con su ruido, velocidad y la
sensación de que es necesario estar en todo, saber de todo y en todo momento.
Estamos inmersos en un ambiente estresante, adictivo, y por ello vivimos
con una sensación de impotencia. Hemos perdido la vida interior, el
detenimiento, la reflexión; estamos encadenados al flujo de la exterioridad.
Sin embargo, el núcleo de los consejos de Monseñor no
ha cambiado; son nuestras actitudes las que deben adaptarse a las nuevas
circunstancias. Lejos de estigmatizar los avances tecnológicos debemos
aprovecharlos para incrementar nuestra calidad de vida y los goces del ocio creativo.
En esto, como en todo lo normativo, hay que apegarse a
la regla de oro del derecho mercantil, que consiste en prestar atenta
observación a la realidad; hoy en día, es el uso de las tecnologías de la
información. Un mínimo de reglas prácticas bastan. Yo tengo las
mías.
El principio fundamental es que yo soy el jefe; los
avances tecnológicos están a mi servicio. No hago lo que ellos mandan,
sino que determino y limito lo que pueden hacer.
Me guían unas preguntas fundamentales:
- ¿Qué tan indispensable, útil o conveniente es que me entere de cada información que se me ofrece?
- ¿En qué me beneficia saber quienes y cuántos me ponen me gusta (likes), o recomiendan mis publicaciones?
- Constantemente recibo mensajes, correos, llamadas, ofertas ¿Por qué tengo que estar pendiente, de modo incesante, de toda esa marabunta?
- ¿Tengo que responder de bote pronto?
- ¿No es de sabios, informarse, reflexionar, tomarse un tiempo antes de contestar?
- ¿Por qué debo abandonar mi inveterada costumbre de darle oportunidad a mi almohada antes de responder?
En consecuencia, eliminé todas las notificaciones,
noticias, avisos e interrupciones.
Yo decido.
A continuación pongo una lista de mis actividades
cotidianas en las que uso el teléfono, las tabletas, la computadora o el
internet. Al revisarla tengan en cuenta de que: (i) es una lista
desordenada, (ii) no todos los días son iguales, ni todos los días los uso de
la misma manera (no estoy programado).
- Reviso mi calendario. Hago citas y las apunto.
- Hablo por teléfono desde mi cama, dando a mi interlocutor la impresión de que estoy bañado y formalmente trabajando en mi oficina. También hablo en lugares y momentos convencionales.
- Envío recados con tareas y sugerencias a mi asistente, socios y pasantes.
- Dicto las pendejadas que se me ocurren y luego las borro confirmando que para eso no se estudia.
- Hago notas y listas de cosas que debo recordar; que luego no veo o no recuerdo
- Leo los escritos de mis contrarios y las resoluciones que les dan razón. Les hago anotaciones y escribo comentarios.
- En esos comentarios, por lo general me lamento de los jueces, magistrados y árbitros; por supuesto que también de mis contrarios. Luego los borro, no vaya a ser qué se escapen.
- Redacto notas, borradores de memoriales, opiniones, laudos, resoluciones y artículos. A veces en mitad de la noche cuando me despierta un torrente de ideas.
- Leo, leo, leo y releo. Libros (en Kindle, iBooks, Bookmate, Kobo, Google Reads). Ya no leo libros, revistas y periódicos impresos.
- Copio citas literarias, jurídicas, ideas y otras cosas de interés; aunque luego no sé qué hacer con ellas
- Tomo fotos; que tampoco luego no sé qué hacer con ellas.
- Sujeto a estrictos horarios, leo el periódico, siguiendo el método de leer sólo los titulares. Con eso basta.
- También leo las opiniones de comentaristas que selecciono. Pero con cuidado porque a menudo, con diferentes palabras y expresiones, se repiten. Prefiero leer Candido de Voltaire.
- Con semejantes precauciones, selecciono artículos que separo en la lista de lecturas de mi navegador. Luego leo algunos.
- Sujeto a muy severos horarios, chismeo, aprendo y me divierto en Facebook y Twitter. Muy sano para verme como en un espejo y darme cuenta de lo que no debo publicar o compartir.
- Uso el no molestar o el modo de avión, como una consideración al prójimo con quien estoy; prefiero darle el avión a los que me escriben para no darle el avión a quienes están conmigo.
- También pongo el no molestar cuando descanso, leo, como o duermo.
- Invariablemente contesto o atiendo todas las llamadas o mensajes que no atendí cuando los recibí.
- Oigo música. Es mi modo preferido de prepararme para la noche.
- Rezo y le pido ayuda a Dios ayuda, porque sin él no tengo remedio. Es más relajante que oír música y todo lo demás.
Lo que me lleva a recordar el soneto de Quevedo que ya
cité antes y cuyos dos primeros cuartetos dicen:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con los ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Y continúo observando en su esencia los consejos de
Monseñor
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