La historia que
siempre quise escribir
Esta es una historia
que siempre he querido escribir. La conocen muchos que han trabajado
conmigo. Es útil para reflexionar sobre los vicios y las gracias del
hábito de leer.
Comenté en la entrega anterior
que nací con el gen de la lectura enloquecido. Según las crónicas de
mis padres y hermanos mayores, desde el día que me encontré con el alfabeto me
pegué a la página. En mis más lejanas memorias, me recuerdo leyendo;
tengo en blanco mi etapa de analfabetismo infantil.
Lo curioso es que
crecí convencido de que era un desobligado que perdía el tiempo en
novelerías. Me regañaban por ocuparme en leer en lugar de hacer la
tarea, me apagaban la luz en las noches porque me desvelaba y tenía que levantarme
temprano para la escuela.
Mi madre contaba que
en una ocasión, preocupada por el largo tiempo que corría la ducha mientras me
bañaba, se decidió a entrar y me encontró bajo la regadera, con el brazo
extendido leyendo el libro que tenía en la mano. En casa de mis
padres, por cortesía hacia los demás, leer en la mesa estaba prohibido (sería
bueno que esa regla se observara ahora con las los teléfonos que no son tan
inteligentes). Por supuesto que no hacía caso; así que no recuerdo las
veces que, con la vista en el libro y el brazo extendido, vacié la cafetera en
la azucarera en lugar de en la tasa de café o hice burradas semejantes.
En la Facultad de
Derecho de la UNAM, mis remordimientos aumentaron. Envidiaba a la pléyade
de autoridades legales, altamente especializadas. Profesores,
investigadores e, incluso, estudiantes selectos, que despreciaban las lecturas
vulgares; entre ellas, las novelas.
El ocio creativo
Mis padres decidieron
que como era estudiante, mi tarea solo era estudiar y me prohibieron trabajar.
Esta prohibición fue reforzada por los sabios consejos que recibí de
Monseñor Gregorio Aguilar, entonces profesor de derecho romano en la Facultad
de Derecho de la UNAM. Me dijo que aprovechara mi juventud para
prepararme bien, dedicando al estudio dos horas al día. El resto de mi
tiempo lo dedicara al crecimiento de mi mente y de mi espíritu; leer, ir al
cine o pasearme en Chapultepec. Ya llegaría el tiempo en que, siendo un
abogado preparado, comenzara a adquirir experiencia en el ejercicio de la
profesión, encerrado por décadas entre cuatro paredes, resolviendo los
problemas humanos de mis clientes. No sabía entonces que me estaba
recomendando el ocio creativo, que muchos llaman el ocio griego, uno de cuyos
máximos exponentes fue Sócrates.
Lo sigo observando
hasta la fecha. Por ejemplo, ahora que vienen las vacaciones, a
zambullirme en el ocio.
Entre la prohibición
de trabajar y seguir los consejos de Monseñor, me bastaban las dos horas de
estudio para seguir los cursos día a día y al final, antes del examen, sólo
repasaba. El resto lo dedicaba al ocio creativo. No podría enumerar
todo lo que debo a mis padres, pero esta prohibición y consejos, fueron
definitivos para mucho de lo bueno que he logrado en la vida.
El Lechuza's Club
Gracias a las
desveladas, Guayo Beltrami, mi compañero de cuarto de estudiante, gran amigo y
muy ocurrente, decía que éramos socios distinguidos del 'Lechuzas Club".
La noche anterior a mi examen de filosofía del derecho, en que tenía
proyectado repasar algo de lo que me faltaba, no pude comenzar sino hasta las
tres de la mañana, porque me enredé con el 'Rojo y negro' de
Stendhal.
Al regreso de mi
primer viaje de bodas, platiqué en una reunión que durante el viaje había leído
el 'Dr. Zhivago’, que es un ladrillo bastante grueso. Al
salir tuve bronca con Susana, que me prohibió volver a mencionar la anécdota:
—¿Que van a pensar de mi?, me dijo. Le pregunté si tenía quejas y me
dijo que ninguna, pero que no era bien visto explicar, en cada ocasión, mis
“increíbles desveladas".
Mis pecados eran
mayúsculos. Mis amigos se burlaban con todo: era un niño bonito, un
teórico, lo único necesario para ser abogado era la experiencia práctica,
etcétera. Algunos profesores obsesionados por el estudio, comentaban que
leer novelas, ir al cine, tener novia, etcétera, eran una pérdida de tiempo.
Los abogados lectores
De repente los
mensajes comenzaron a cambiar. Llegó a mis manos un libro escrito por
doce eminentes juristas, cada uno relataba sus ideas acerca de la formación del
abogado. Lamento haberlo perdido y olvidado el nombre; lo he
intentado reponer sin éxito. Uno de los autores, Ministro de la
Suprema Corte de los Estados Unidos (Oliver Wendell Holmes o uno de esos), me
sorprendió gratamente. Con el mayor descaro contaba que, en lugar de
estudiar derecho, leía novelas. A sus pasantes, pupilos y allegados,
les recomendaba que leyeran las grandes novelas. Su teoría era que los abogados
resolvemos problemas humanos. Los libros de derecho nos enseñan
ciertas técnicas de interpretación y aplicación del derecho; pero sólo la
convivencia con las grandes novelas nos impregna los valores y el entendimiento
que necesitamos para cumplir con nuestra misión: resolver problemas humanos.
Fue un gran hallazgo: me absolvía.
Luego me enteré de
otros. Por ejemplo, Carlos Fuentes cuenta que el profesor Manuel
Pedroza, cuando le pedían recomendaciones de lectura especializada en derecho
mercantil, recomendaba la 'Comedia Humana' de
Balzac. Allan Farnsworth, distinguido profesor en Columbia
University, escribió un precioso libro de contratos: “Changing your
Mind. The Law or Regretted Decisions”; está lleno
de fuentes legales y citas literarias: tales como ‘La odisea”,
“Fausto' , Lutero, Rousseau, Lewis Carroll e, incluso, Shirley
MacLaine.
Legitimadas de esa
forma, mis experiencias, previas y posteriores, lo confirman. Los
mejores retratos de como nos ven quienes no son abogados, están en novelas como
las de Dickens; en ‘La casa deshabitada ('Bleak House’), aprendí
como amargan y destruyen la vida los litigios, en 'Los papeles póstumos del
Club Pickwick', como nos comportamos los abogados y los desagradables
espectáculos que damos, en 'David Copperfield', el calor de un abogado
comprensivo y lo despreciable de uno ambicioso.
En las grandes
desgracias
Inesperadamente murió
Susana; perdí un regalo de Dios. De un día para otro me encontré en
medio de un desierto de desolación, tristeza, ira y desconcierto. Un
psiquiatra de quien guardo grata memoria, Juan de Dios Hernández, me dio ayuda
impagable. En la primera visita, con mi costumbre de resolver todo
con un libro, le pedí que me recomendara uno bueno para mi situación. Me
recomendó las grandes novelas. Le contesté que eso había leído toda
mi vida. Su comentario fue que esa era la causa de que, en medio de mi
situación, me encontrara bien.
Entre grandes libros
que leí, me sirvió mucho uno escrito por Martin Gray, un judío que perdió su
familia en los campos de concentración, sobrevivió, tuvo éxito y amasó
millones, se casó y, siendo muy feliz, su mujer y sus hijos murieron en el
incendio de un bosque; algunos de ustedes recordaran la campaña "Adopta un
Árbol", que Martin Gray creó y financió. Escribió un libro,
autobiográfico, excepcional: ‘En memoria de todos los míos’.
Los guerra de los
adolecentes
Pasaron los años, me
casé con Laura; como hizo Dios con Job, me dio otro gran regalo. La
felicidad restablecida. Laura cuidó sus hijos y los míos. Mis
hijos entraron en la adolescencia y, dadas las condiciones, comenzaron las
grandes batallas. Me acordé del Dr. Hernández y regresé con él para
que me aconsejara en el manejo de esa problemática. Le hice la misma
pregunta, ¿que puedo leer sobre la educación de adolescentes? Me dio
la misma respuesta: las grandes novelas. Entraron en la lista 'El
guardián en el centeno', ‘El adolescente' de Dostoviesky, 'Jean
Christophe' y otros grandes rebeldes.
Y la historia podría
seguir. Pero es hora de hacer algunos comentarios.
Prohibido obligar.
Las grandes novelas
Insisto, leer no es
indispensable para una vida valiosa y feliz. Pero es un hábito
nutritivo para los que tenemos el vicio. Se complementa con el
teatro, el cine, la conversación sabrosa y otras vagabundancias semejantes.
Las 'grandes novelas’,
es un concepto vago. Ya lo dije en la entrega anterior, conviene ser
selectivo, pero no hay reglas. La fama y permanencia de las novelas
clásicas las recomienda; pero son muchas y hay muchas muy valiosas fuera de las
listas de cajón A veces una buena película sugiere la lectura del
libro en que se basó. El estado de ánimo, la edad y muchas otras
circunstancias, influyen. Novelas he leído que no me gustaron, o no
entendí, la primera vez, pero que me entusiasmaron en sucesivas lecturas; y
viceversa.
La lentitud y la
relectura
Desconfío de las
novelas, y películas, que constituyen una sucesión de sucesos
culminantes. Como la vida, son buenas las que tienen períodos
agitados y periodos de calma; incluso aburridos. Las que tienen
personajes redondos. Son como las grandes sinfonías, tienen
allegros, lentos, andantes, adagios y, sobre todo, transiciones.
Una buena novela
merece ser releída varias veces. André Maurois, creo, comentaba
haber leído ‘Rojo y negro’, mas de sesenta veces. El autor de
cualquier obra que valga la pena se tomó años en escribirla; no se vale que
nosotros la despachemos en unas cuantas horas. Al iniciar la primera
lectura, desconocemos el lugar, los personajes y la trama; se nos pasan
desapercibidos muchos detalles. En las subsecuentes lecturas estamos
familiarizados con los personajes, pescamos los detalles y los
disfrutamos.
Mantilla Molina invitó
un día a Julio Derbez a ver ‘Hamlet'; Julio le contestó, humorísticamente
por supuesto: —Ya se como termina.
El lector aprovechado
se sacrifica y apaga las pantallitas por periodos de una hora o más; de otra
forma no se puede. Por ejemplo, el lector electrónico Kindle informa
que leer “Los hermanos Karamazov’ toma aproximadamente 20 horas;
Pickwick, alrededor de 17 horas. Vale la pena.
Las vacaciones y la lectura 28 de julio (Editada 15 de diciembre de 2015) http://bit.ly/1mbcwvy
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